Altza en la prensa del sigloXIX

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Romería en Pasajes

La Unión Vascongada – 1894-06-29

La romería de Pasajes

Lanzéme pedibus andando, siguiendo la antigua e higiénica costumbre, por la carretera de Ategorrieta.

Engolfado en mis reflexiones, observo que lo que yo hago por higiene, algunos otros lo hacen por lujo.

Va siendo aristocrático el andar a pie.

¿Y cómo no?

¿Acaso abundan los satélites de obra prima o las pianistas de ultra-cocina que no se dejen guiar por algún automedonte?

Desde que la locomoción natural va siendo sustituida por la elegante carretela o la modesta cesta, el sashi tamboliñ por la llamada filarmónica, la sidra por la cerveza, la toca por la rana, y el guante de la pelota por la cesta, vamos perdiendo la mitad de nuestra idiosincrasia.

Y las razas degeneran.

Y… basta de filosofías.

El tiempo espléndido, la carretera cubierta de alegres grupos que arrastraban impávidos los perpendiculares rayos solares; veloces vehículos conduciendo un mundo de gente en confuso torbellino.

A la vista de esta segunda Venecia, vulgo Pasajes, se destacaban dos vapores adosados a los muelles de… Pasajes o Alza.

El que lo desenredare buen desenredador será.

El magnífico vapor Llúlica ostentaba orgulloso su eslora, frente a los terrenos ganados al mar, entre la Iglesia y el histórico palacio de Ferrer.

Las campanas de vuelta agitadas por hercúleos brazos, anunciaban alguna solemnidad religiosa.

No hay sonido que hiciera más dulcemente mi corazón, ni producen corrientes más gratas en mis Joshemaritarras fibras, como el de las campanas de Santa María.

Pues las de Pasajes (San Pedro) se asemejan mucho a éstas, aunque su timbre metálico no es tan vibrante y fino.

Hice una entrada en la iglesia, a la terminación de la procesión, formulo una oración y causóme admiración (basta de consonantes), el nuevo y elegante retablo del altar mayor.

En uno de los arcos del coro leí esta inscripción: “Manuel Martín Carrera me hizo, año 1774″.

Salí, abrí mi en tous cas y pretendí penetrar por aquella única, accidentada e inverosímil calle, pero ¡inútil empeño!

Tuve que cerrar el anluca porque mis ballenas, digo, las puntas de mis ballenas de mi autuca, rozaban por un lado con las fachadas de las casas y por el otro con la arcillosa tierra del monte, cuando no con fachadas de casas por ambos lados.

Aquello es un ferrocarril de vía estrecha, con sus túneles, desmontes y más curvas y más rápidas que las permitidas por las ordenanzas.

Recorrimos poco menos que prensados aquella calle, acosados por agraciadas bateleras y otras que no lo eran y que no nos perdían de vista, marcándonos con sus gracias, léase gritos.

Al llegar al extremo o sea el punto llamado La Torre, llegaron a nuestros oídos las alegres notas de una preciosa jota que en el otro Pasajes, el de San Juan, del que nos separaba un brazo de mar, lanzaba al aire una afinadita charanga.

La mar de cabezas y brazos se destacaban en movimiento febril.

Y gracias que se oía la música porque sino…

¿Puede haber cosa más ridícula para un espectador, que ver bailar sin escuchar el sonido que motiva el baile?

No hay más que taparse los oídos a su vista y se comprenderá el efecto.

¡Qué bullicio el de aquella plaza!

¡Qué espectáculo tan curioso contemplado desde aquella especie de atalaya, al través de las suaves ondulaciones de la mar!

Y cosa extraña. La romería era de San Pedro, y la fiesta se hacía en San Juan. ¿Quare causa?

Bateleras tendrá Pasajes que lo sabrán responder.

Mientras tanto mantenían éstas en el embarcadero, animados diálogos con todos aquellos que atraídos por la música, se disponían a atravesar el estrecho de… Jaizquíbel.

— ¿Beste aldera aldijuaz?

— Gaztiac guazen San Juana

— San Juan pasa zan. Santa Juana-ra esan naico dezu.

— Tira, ¿ba altzuazte? Atozte.

— Onera, onera.

— Atozte nere batelerara, atozte.

— Sartu emen.

— Listo dago, listo.

— Jachi, jachi.

— Aizuan, abec neriac ditun: zubitic nerequiñ etorriyac.

— ¡Arrayia! ¿Iriac diala? Lagaquiyan.

— Ascazan soca ori. Guazen, guazen.

— Venga V. caballero, venga V.

— Aquí, aquí señor.

— Mi bote más ligera ser que toros.

— No, no, conmigo.

— ¿Pero me van ustedes a comer?

Otro tanto le pasaría poco más o menos, hace unos 50 años, al príncipe de nuestros ingenios dramáticos contemporáneos, Bretón de los Herreros.

Parece que Felipe IV visitó este pueblo en Mayo de 1660 y prendado de la agilidad y destreza con que las mujeres manejan el remo, se llevó a Madrid a varias de ellas para el servicio de las góndolas del Retiro, y sin duda, de este hecho tiene origen la fama de las bateleras.

Éstas llevan como distintivo un sombrero de paja con unas siemprevivas, aunque su uso va decayendo mucho.

No faltaba alguna que exclamaba con fachendoso donaire: ¡Gure Pasaya, Pasaya!

A la tardeada, otra reducida y bonita charanga tocó algunos bailables en San Pedro, alternando con el tamboril, pero esto, después de haber embarcado a la gente y hecho su agosto las bateleras.

La idea me parece ingeniosa y sobre todo provechosa.

Un detalle para terminar.

A la ida y al par del derruido puente, caminaban llenos… de buen humor, cuatro jóvenes algo turbulentos que no dejaban pasar a ninguna Dulcinea sin que fuera objeto de alguna insinuación por parte de ellos.

Al mismo tiempo discurrían por allí dos guizones muy entrados en años, empapados en una conversación pausada y grave, mientras apuraban, a fuerza de contraer los labios y reducir el volumen, de sus carrillos, a cada ennegrecida pipa dudosamente encendida.

Uno de lo jóvenes, al verlos tan cabizbajos, les dijo en son de chunga:

Gaur San Pedro eguna ¿eh? aita.

Orrengatic damau bada orlaco gaita.

Contestó uno de ellos de pronto y sin titubear.

¿No sería algún tesoro escondido que ha llegado al ocaso de su vida sin ser descubierto?

¡Habrá tantos!

MARCELINO SOROA